jueves, 21 de abril de 2011

Cuando fui Jerry Rice


Sucedió una tarde, no podría precisar si del '96, '97, puede que del '98. Hacía unos días que, rendido ante la insistencia de mi amigo Carles, acepté probar fortuna con los Barcelona Búfals. Carles era un morlaco de aproximadamente dos metros de altura y no sé cuantas arrobas de tonelaje. Alistado como defensive tackle, preferentemente izquierdo, respondía a la clase de individuo por el que te cambiarías de acera nada más divisarlo en una calle oscura; si me apuráis, incluso iluminada. Pero todo lo que podía parecer de bruto, lo tenía de buen chaval, así que lejos de intentar emular las hazañas de Kris Jenkins o de un Haloti Ngata cualquiera, sospecho que Carles debía ser de los que, sobre el terreno de juego, te placaban, pisoteaban, te ponían el mundo al revés, te arrancaban el corazón para comérselo en crudo -fútbol es fútbol- y luego, mientras te ayudaba a recoger tus propios pedacitos, te pedía perdón y te invitaba a una cerveza.


Por mi parte, en el pasado había sido un versátil atleta que competía más pensando en la diversión que en los resultados. Obligado por mi entrenador a sudar en el medio fondo (1.500 metros) y a batirme el cobre en el exigente mundo de la velocidad mantenida (200 metros lisos), lo que de verdad me gustaba eran las distancias largas. Mi experiencia en lo que se refería al fútbol americano se limitaba, hasta ese momento, a disputar algunas pachangas playeras con los amigos, en lo que no pasaba de ser una versión muy sui generis del flag football con un balón de rugby. Además, ante la ausencia de pañuelos por donde agarrar, abundaban los placajes, zancadillas, golpes ilegales y todo tipo de escalofriantes maniobras, aunque siempre con la suficiente contención como para no acabar todos en el servicio de urgencia del hospital más cercano. Vamos, lo que técnicamente se entendería por "hacer el bestia".

Los Búfals entrenaban en un campo de tierra muy próximo al Port Olímpic y allí estábamos. Había caído la noche y la temperatura invitaba más a permanecer en una de las cafeterías de los alrededores que a vestir paños menores y exponerse a un importante catarro. Aún así nos armamos de valor y salimos "a calentar", esto es, trotar a ritmo cómodo siguiendo la línea que dibuja la playa a su paso por una de zonas de diversión de la ciudad. Imaginé que la visión de todos aquellos armarios empotrados, en compacto grupo cual pelotón del Tour de France, corriendo por los aledaños de la playa de la Barceloneta, llamaría la atención de alguien, pero lo cierto fue que recuerdo haberme cruzado con una viejecita que ni siquiera se inmutó. Tras algunos kilómetros que para los más pesados parecían leguas, llegamos al campo de práctica y allí, hechas las presentaciones de rigor, nos separaron en dos grupos: ataque y defensa.

Me alineé cerca del quarterback y alguien me señaló al tiempo que pronunciaba dos palabras: "wide receiver!". Durante el huddle, el mariscal de campo nos explicó el sistema de códigos con el que se iniciaría la jugada. La verdad, no entendí absolutamente nada.

Así que mientras nos situábamos cada uno en nuestra posición de ataque, pregunté a un compañero por la mecánica del sistema. Él aún había asimilado menos conceptos que yo. Nos miramos, sonreímos y le espeté: "pues habrá que salir cagando leches en cuanto estos muevan un músculo". Dicho y hecho.

El Qb vociferó unos números, aseguraría que gritó algo parecido a un "hep, hep, hep!" y todos se pusieron a correr como almas que lleva el diablo. A falta de indicaciones, decidí iniciar una carrera en ángulo -luego supe que a esto le llamaban "slant"-, pensando que si recibía ese pase lo haría en una zona central y, por tanto, menos alejado del quarterback, esto es, con mayor facilidad para atrapar ese pase. Bueno, pensé eso pero lo hice principalmente, porque era lo que veía hacer a los 49ers en las retransmisiones de TV3. Nada de eso sucedió. El tipo soltó un pase hacia el flanco derecho, demasiado avanzado para que aquel otro Wr tuviera la más mínima opción de atraparlo. Vuelta a empezar.

La segunda tentativa se inició sin el preceptivo huddle -¿para qué?, ¿verdad?-, con igual suerte y fortuna. Otro envío a la diestra del imaginario ataque y otro down perdido. Parecía claro que las fuerzas del voluntarioso receptor se estaban agotando, mermando considerablemente su velocidad. Dos sprints en apenas unos pocos minutos eran una carga demasiado pesada. Por fin pareció llegar mi momento. El quarterback retomó su letanía de códigos indescifrables y supe que esa sería mi oportunidad cuando, desde el centro de la línea ofensiva, décimas antes del snap, acerté a escuchar: "izquierda!". Por tercera vez me puse a correr, pero en esa ocasión lo hice como no había corrido en décadas. Si mi entrenador de atletismo me hubiera contemplado en aquel momento, me hubiera dado una buena patada en el culo. Él siempre decía que competía a un 80% de mis facultades y quizá esa noche se descubrió la verdad. Me dejé de zarandajas y tomé un rumbo directo hacia la zona de touchdown -luego supe que a eso le llamaban "fly"-, quemando literalmente las primeras yardas bajo mis pies. A mi lado, the Road Runner (ya sabéis, el correcaminos, bip, bip), hubiera palidecido ante semejante exhibición de aceleración. Como un flash suspendido en el tiempo y en el espacio vi por el rabillo del ojo como el quarterback armaba su brazo y, con un grácil movimiento aunque sin demasiado entusiasmo, proyectaba el melón en mi dirección. Seguí mi instinto, surcando el polvoriento campo, calculé dirección y fuerza del envío, extendí los brazos, cerré las palmas -admito que también los ojos-, y... zaaaaaaaaas, capturado!.


Aparenté normalidad, como quien está acostumbrado a recepcionar media docena de bigplays todas las mañanas antes del desayuno, pero por dentro ardía en júbilo. Había sucedido algo extraordinario!, mis manos habían aprisionado ese maldito balón de la misma forma con la que un imán atrae un pedazo de metal!. Era magia. Era el segundo hijo del viento en persona, el más grande, el futuro trofeo Heisman, el MVP, the killer, the catcher... era la ostia!!!. Si aquella noche hubiera disputado la Super Bowl, no habría estado más contento. Retorné con mis compañeros, devolví el balón y me senté en la grada para coger aire. Cedí mi posición a otra gente que esperaba probar fortuna, recibiendo la felicitación de algunos de ellos. Al rato, la defensa concluyó su ligero entrenamiento y Carles se acercó a la grada. Pocos minutos después nos fuimos y aquella noche, acabamos a altas horas de la madrugada en el McDonald's de la Ronda Litoral.

Mis estadísticas para la historia. 1/1, 100% de efectividad. 15 yardas de pase (aprox) y un imaginario touchdown. Una carrera breve, sí, pero estelar.

¿Nunca os habéis sentido Jerry Rice en su mejor recepción?.
Deberíais probarlo, solo una vez.

3 comentarios:

  1. Muy bueno tio.
    Solo tener el valor de hacer la prueba ya supone merito.
    A mi me han ofrecido unas cuantas veces hacer una prueba con los Osos de Rivas y no he tenido huevos jaja.
    Saludos!

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  2. Alvarobx, yo te animo a que te presentes, aunque sea una sola vez y disfrutes de la experiencia. Te gustará!. Tenshys, muchas grácias y bienvenida!.

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