El sol empieza a caer, apenas unos minutos después de las cuatro de la tarde. Los aficionados ocupan, a toda prisa, sus últimas localidades, debidamente protegidos del frío reinante; guantes, gorros, bufandas, pasamontañas y polares de un predominante color naranja salpican la grada. Con los últimos compases de the Star-Spangled Banner, un mastodonte llamado 'B-2 Spirit, en aproximación a baja altitud, sobrevuela Mile High Stadium. Los más agoreros, en perfecta analogía entre el poder bélico del arterfacto y el encuentro que está a punto de empezar, temen que pronto sean bombardeados sin compasión. Pero, en un ejercicio de conciencia colectiva, todos apartan inmediatamente de sus mentes esos malos augurios; están aquí para apoyar al equipo hasta el final. La clasificación para los playoffs casi puede tocarse con la punta de los dedos y nadie está dispuesto a rendirse antes de empezar. Un tipo ataviado con una ridícula peluca naranja y grandes gafas de sol con montura azul, se levanta de su asiento y grita hasta desgañitarse: "Go, Broncos, Go!".
John Elway sonríe nervioso en su palco. Frente a una botella de agua mineral, revisa obsesivamente el roster del equipo rival, como intentando adivinar quien podría arruinarle la fiesta. Y cada vez que lo hace, sus ojos vuelven sobre un único nombre. Abajo, en un lateral del terreno de juego, Todd Haley esboza una mueca de tensión. Hace semanas que, en un intento por reconducir la marcha del equipo, recuperó su amuleto preferido; una roja gorra, artificialmente ajada, como queriéndole dar un toque de desgaste que jamás ha tenido. Se ajusta el micro del intercomunicador y maldice los caprichos del calendario: Patriots, Steelers, Bears, Jets, Packers y Raiders... "holly shit!", exclama para si mismo. Eric Decker observa al "chico revelación" apenas a unas yardas de distancia. En las últimas semanas se ha convertido en el receptor favorito pero desde que esta mañana saltara de su cama cuando aún no había amanecido, está ansioso por empezar a jugar. Durmió mal pero en su memoria aún retiene la imagen -profética, quizá?-, de ese último pase ganador atrapado en la end zone. Y luego, la gloria eterna; así de fácil es en la NFL. Las cámaras se centran en el quarterback local y cuando su imagen aparece en los dos videomarcadores, un estruendo atronador hace temblar los cimientos del estado. Entonces Tim, sabedor de ser el causante de semejante reacción, aprovecha para marcarse un Tebowing que casi le sumerge en un viaje astral. En ese preciso momento, Brian Xanders, general manager cree oír el tintineo imaginario de una caja registradora, "otras mil camisetas vendidas", bromea con su esposa Amy.
Tras el kickoff llega el momento esperado. El realizador de la CBS vocifera, fuera de sí, desde el control central. No está dispuesto a que ninguna reacción pase inadvertida. Han dedicado muchas horas a planificar la cobertura sólo de ese instante. Matt dirigirá su cámara hacia el quarterback visitante cuando éste ingrese en el campo. David se encargará de la grada norte con un travelling lento mientras Rob se centrará en los planos cortos. El objetivo de Jimmy no perderá de vista, ni un segundo, a Elway. Y, cómo no, Paul estará pendiente todo el tiempo de Tebow.
Con el helmet ajustado desde que finalizaran los actos protocolarios, una figura permanece inmóvil en la zona de los Chiefs. Nadie puede saber lo que en esos momentos pasa por su cabeza. La flecha blanca con unas entrecruzadas "K" y "C" reluce como nunca bajo los débiles rayos del languideciente astro rey. Kyle Orton, el denostado, el humillado, el menospreciado, el vilipendiado, el degradado y finalmente, el desterrado, fija su mirada en un lugar indeterminado. Sabe que ese nunca fue su paraíso y que jamás fue querido pero, lejos de rendirse, nadie cómo el conoce cuánto empeño puso en cambiar eso.
En el mismo estadio, a centenares o miles de millas, la afición al football se divide entre un bando y otro. Unos reclaman un tipo de venganza que jamás sucederá, otros esperan que un simple resultado dirima lo nada tiene que ver con el deporte. Ausente a todo ello, Orton recorre al trote, las escasas yardas que le conducirán hasta el huddle. Da las órdenes pertinentes, se sitúa tras el center, inspira profundamente y sabe que su momento ha llegado.
Tranquilos, solo faltan treinta y ocho días.
Muy bueno...
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