En alguna ocasión he coincidido con Willy Bistuer de la semejanza existente entre el fútbol americano y el ajedrez. Ambos juegos son tremendamente tácticos y estratégicos, donde no solo cuentan las características individuales de cada posición, sino las habilidades de los entrenadores y coordinadores -en el caso del fútbol-, o del propio jugador de ajedrez. Todo requiere de un estudio de las formaciones de ataque y defensa, de cuales se adaptan mejor a nuestra forma de entender el juego o de nuestras propias características, en su caso, de las aperturas -variantes y subvariantes-, medio juego y finales. Hay que entender las debilidades y fortalezas propias y ajenas. Saber proteger las que nos perjudican y explotar las que nos benefician es una de las claves del éxito; no es ningún descubrimiento, ya lo decía Sun Tzu hace más de 2.000 años. Solemos comentar que quizá la única diferencia real entre el fútbol y el ajedrez resida en la ejecución. En el deporte de las 64 casillas, las piezas siempre obedecen nuestras órdenes, pero en el fútbol americano quizá ese jugador no trace la ruta correcta, falle la cobertura, el quarterback lance un mal pase o el placaje no detenga al contrario. Puede que dentro de unos años pueda escribir mi experiencia al mando de un equipo; hoy os cuento mi historia en el mundo del ajedrez.
El día de Reyes de 1976 -quizá de 1977-, yo no era más que un niño de siete años entregado a la ardua tarea de abrir mis regalos. Recuerdo que el último paquete era un extraño bulto que no parecía corresponder con ninguna de las centenares de peticiones que solían abarrotar mi carta "a sus majestades". La verdad es que yo esperaba uno de esos trenes eléctricos -marca Ibertren, por supuesto-, con los que pasaba tan buenos ratos provocando colisiones múltiples, escalofriantes choques frontales, atropellos masivos de cuantas muñecas podía raptar de la habitación de mi hermana y todo tipo de inimaginables desastres.
Pero en lugar de eso, al abrir el papel de regalo, descubrí unas extrañas figuras contenidas en una caja y una misteriosa tabla compuesta por cuadrados blancos y negros. Mi abuelo, Mariano, se acercó a mi y me dijo, con una sonrisa dibujada en su rostro, que aquello era un ajedrez.
Pero en lugar de eso, al abrir el papel de regalo, descubrí unas extrañas figuras contenidas en una caja y una misteriosa tabla compuesta por cuadrados blancos y negros. Mi abuelo, Mariano, se acercó a mi y me dijo, con una sonrisa dibujada en su rostro, que aquello era un ajedrez.
Semanas más tarde empezó a enseñarme sus secretos. Aprendí con rapidez los movimientos de las piezas y las reglas básicas del juego. Resultó que de joven había sido un buen jugador de este deporte-ciencia, así que sabía cómo convertir lo que algunos consideran el entretenimiento más aburrido del mundo, en una distracción tremendamente adictiva. Sábado tras sábado cogía mi bicicleta y acudía a su casa para librar, durante unas cuantas horas, un combate desigual con un único final posible: derrota. Durante la semana, entre la escuela, los deberes, los amigos, mi mente se evadía del mundo terrenal para analizar mi último fracaso y buscar alguna alternativa. Y así llegaba la siguiente cita con mi particular destino. Repetíamos exactamente la misma partida -la conocida apertura de los cuatro caballos, algo así como una I-Formation-, hasta que yo introducía el resultado de mis divagaciones. Todo era inútil; no había manera de librar a mi rey de su infausto destino. La derrota siempre llevaba un mismo nombre aunque fuera, cada vez, a un coste mayor.
En esas estaba cuando alguien organizó un campeonato de ajedrez en La Salle, mi escuela. Me presenté y empecé a ganar partidas hasta plantarme en la final. Para alzarme con el campeonato solo me valía la victoria. Pese a contar con una clara ventaja tuve que acabar pactando tablas. Lo único que obtuve fue una triste copa de consolación. Mis padres estaban tremendamente contentos pero yo lloré hasta llegar a casa y ahí tiré a la basura ese maldito trofeo. Para mí solo era un recuerdo de mi incapacidad, de mi fracaso. Únicamente mi abuelo me entendió.
Siete años más tarde yo seguía jugando, ganado -las más veces- y perdiendo -las menos-, cuando oí que un joven ruso de 21 años llamado Garry Kasparov, había obtenido su pasaporte para el Campeonato Mundial, deshaciéndose de mi admirado Viktor Korchnoi. Hoy disponemos de internet, bases de datos, software especializado, partidas online, retransmisión de torneos en directo y todo tipo de cursos de formación, pero por aquel entonces uno solo podía obtener algo de información a través de Radio Nacional de España -donde se emitía un miniespacio dedicado al ajedrez-, la mítica revista Ocho x Ocho -llegué a acumular sus números por centenares- y las últimas páginas de algún despistado periódico donde se publicaban las partidas; recortes amarillentos que aún conservo. Tuvieron que transcurrir casi dos años y 72 matches para que aquel genio de Bakú, de mirada asesina, derrotara al gran Anatoly Karpov. Aquella tarde de noviembre del '85, yo iba dando saltos de alegría por la calle mientras mis amigos me observaban extrañados. Es la misma sensación que la mayoría de vosotros habréis vivido cuando vuestros 49ers, Colts o Packers conquistaron una Super Bowl y en la vía pública nadie pareció entender nada. Recuerdo aquel maravilloso escenario de Moscú, aquella incontenible emoción entre el público, la impotencia del árbitro jefe en mantener el silencio...
Me uní al club de ajedrez de mi pueblo, gané el campeonato local superando a jugadores mucho más experimentados que yo e incluso logré alcanzar lo que por aquel entonces era conocido como la primera división. Durante la semana preparábamos aperturas y celadas que habíamos visto ejecutar con maestría a nuestros ídolos. Nos levantábamos los domingos a horas indecentes -admito que algunas veces encadenando una noche de farra-, para acudir a cualquier pueblo perdido de la mano de Dios y librar nuevas batallas. Fuera cual fuera el resultado, llamaba a mi abuelo para comentarle lo sucedido. Mariano siempre tenía una palabra de aliento ante la derrota y de moderación frente a la victoria. Escribí artículos para alguna revista y años más tarde incluso tuve la oportunidad de enseñar este maravilloso juego a otros aspirantes a ser los sucesores de Spassky, Lasker, Fischer o Capablanca. Mi momento especial llegó en 1989 durante una serie de partidas de la Copa del Mundo que Garry Kasparov disputó en el Saló del Tinell de Barcelona. Al término de una de esas jornadas tuve oportunidad de estrechar su mano e intercambiar un breve saludo. Creo que no me lavé esa mano en semanas.
Fueron centenares de partidas, miles de horas frente a un tablero estrujándome los sesos en descubrir cómo destrozar al rival, evitar un ataque demoledor del contrario o defender una posición desesperada. Torneos locales, provinciales, nacionales y alguna presencia internacional. Luego llegarían las obligaciones que la vida va añadiendo a nuestra particular mochila hasta que nos resulta demasiado pesada como para mantener el nivel de exigencia que nosotros mismos nos autoimponemos. Así que al final acabé por apartarme de la competición oficial. Nunca fue un adiós, simplemente un indeterminado "hasta luego". Aún hoy, décadas después de aquellos tiempos, mientras malgasto algún rato libre luchando contra el Chessmaster o el Fritz, puedo recordar perfectamente todas y cada una de esas partidas.
Por si alguno se lo pregunta. Nunca gané una partida contra mi abuelo. Cuando mi progresión amenazó con quebrar el espíritu de aquellos encuentros, preferí renunciar. Nunca me ha enorgullecido tanto no conseguir ese reto. Sigo conservando ese primer tablero de ajedrez y de vez en cuando lo coloco sobre la mesa e imagino, al otro lado, la figura de mi abuelo, moviendo esas piezas a un ritmo endiablado al tiempo que desmenuzaba todos los secretos de una posición.
Post Scriptum. A raíz de este post he recibido alguna petición acerca de cual sería la mejor manera de entrar en este mundo. El mejor consejo que puedo ofreceros es el de recurrir a alguien que ya juegue a ajedrez -no sería mala idea presentaros en algún club local donde seguro os reciben con los brazos abiertos-. Allí podréis jugar contra jugadores de vuestro mismo nivel y, lo más importante, estudiar vuestras partidas para saber dónde están vuestros errores y de qué manera corregirlos. Suerte!.
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